sábado, 5 de febrero de 2011
Opinión. Túnez, Egipto,..., y la transitología. Roberto Rodríguez Guerra.
Las actuales revueltas sociales en el Norte de África han cogido por sorpresa, una vez más, a propios y extraños. Tanto los gobiernos de estos países como las diplomacias occidentales se han visto sobrecogidas por numerosas movilizaciones espontáneas, carentes de líderes y de programas políticos avanzados.
Son cientos de miles de ciudadanos que piden pan y libertad, que protestan contra la miseria y la exclusión social en que viven y que, al mismo tiempo, han reaccionado contra la represión característica de estados autocráticos. Son movimientos plurales y complejos en los que ciudadanos con muy diversas creencias (laicos, musulmanes, cristianos) y de diferente extracción social e ideológica (pobres, jóvenes, clases medias, estudiantes e intelectuales, liberales, socialistas, panrabistas) se han atrevido a cuestionar las bases políticas de Estados marcados por la pobreza, la corrupción, el autoritarismo y la carencia de libertades. Esas protestas -pese a la dura represión de que han sido objeto- no solo han logrado desestabilizar a los regímenes autoritarios que durante largas décadas han sufrido. También han despertado a estos países de un largo letargo inducido por sus propios gobiernos y por las potencias occidentales. Esos mismos regímenes autocrático-electorales (Ben Alí y Mubarak han sido reelegidos presidente en diversas ocasiones con cerca del 100% de los votos) que hoy se tambalean existen desde hace décadas y han contado con la colaboración de unas potencias occidentales que mediante diversas políticas han avalado y apoyado -y con qué consecuencias- a gobiernos que han violado sistemáticamente los derechos humanos y que poco o nada se han preocupado por la situación económica de sus pueblos. En realidad, por decirlo con la terminología al uso entre especialistas en relaciones internacionales, han sido «gobiernos débiles», incapaces de ofrecer a sus ciudadanos seguridad y servicios sociales básicos, y «gobiernos predatorios», que se han aprovechado de las riquezas y recursos de sus pueblos para engordar hasta el infinito sus fortunas personales (Hassan II, Ben Alí y Mubarak son un ejemplo paradigmático de ello) que luego esconden en nuestros bancos bajo secreto bancario. En los últimos años esa colaboración se ha justificado bajo pretexto de contener la amenaza islamista y el terrorismo. En décadas anteriores se justificaba con el fin de promover el desarrollo económico y la democracia. Mucho antes aún la justificación era el avance del comunismo. Pero en todos estos momentos estas revueltas civiles se han considerado
una peligrosa muestra de inseguridad social e inestabilidad política que debía ser anulada. Ahora, como antes, las diplomacias occidentales y una multitud de analistas y centros de poder (al igual que no pocos comentaristas, tertulianos de todo tipo y agencias de información) se muestran «preocupados» por estos hechos y proceden a la búsqueda de nuevos líderes capaces de encauzar debidamente estos movimientos, de sofocar y reorientar adecuadamente estas protestas. Ya tenemos pues los tres pilares básicos de la ya tradicional e interesada teoría de las transiciones a la democracia desde regímenes autoritarios.
En efecto, al decir de los «transitólogos» al uso, la transición a la democracia habría de hacerse en varias fases que comprenden la generación de cierto nivel de desarrollo económico (léase instaurando la economía de mercado), potenciar aquellas élites políticas, económicas y culturales autóctonas comprometidas con la democracia (léase ahora comprometidas con EEUU y Occidente) y, por último, promover desde fuera -por las potencias occidentales- políticas de «promoción de la democracia» a través de los programas de ayuda al desarrollo y similares. Hoy, con las reservas que se quiera, parece claro que en estos países se han instaurado feroces economías de mercado, pero en modo alguno se han logrado niveles aceptables de desarrollo económico y distribución de la riqueza. La pobreza y la corrupción que en ellos existen hablan por sí solas. Es así mismo evidente que las élites gobernantes en estos países -reconocidas y promovidas por las potencias occidentales (el mismo Berlusconi ha venido a recordar, con el evidente sonrojo y disgusto de los gobiernos occidentales, que Mubarak ha sido considerado como una referencia por Occidente)- en modo alguno han estado interesadas en transiciones a la democracia. Por el contrario, han utilizado el poder para beneficio propio, así como de sus familias y redes clientelares. Por último, acaso haya que reconocer que las políticas de promoción de la democracia no sólo han sido un señuelo ideológico. Han estado marcadas por fines geoestratégicos y evidentes intereses empresariales que han anulado toda pretensión de promover la instauración de democracias. La Unión Europea y Estados Unidos, por citar dos casos cercanos y destacados, tienen acuerdos de colaboración y relación privilegiada con estas (y otras) autocracias. Túnez ha firmado acuerdo de colaboración y amistad con España, Italia, Francia, Alemania y Reino Unido. Túnez y Egipto son, por ejemplo, socios de la Unión Europea en el Mediterráneo y se han beneficiado durante décadas
de programas de ayuda, acuerdos bilaterales,..., que solo ahora -curiosamente tras estas movilizaciones- quieren redefinir y reorientar. Veremos si en verdad lo hacen. Entretanto siguen a la búsqueda y captura de nuevas élites capaces de llenar un «vacío de poder» que les genera vértigo e incertidumbre. Lo único que parece preocuparles es un «cambio estable», una «transición ordenada» que aún no tienen pergeñada o, con mayor probabilidad, no quieren desvelar públicamente (las conversaciones de Hilary Clinton y demás líderes europeos con Mubarak y compañía así lo sugieren). Es muy probable que todo termine con un «compromiso» en el que todo siga igual, aunque para ello haya que cambiar alguna caras (los autócratas y algunos miembros sus gobiernos serán sustituidos por sus «hombres fuertes» civiles y militares, y a cambio se les ofrecerá una salida honrosa) y modificar ligeramente algunos discursos diplomáticos («es preciso que hagan algunas reformas democráticas»). Vamos, lo de siempre, el mismo collar con distinto perro.
Pero desean, conviene insistir en ello, «un relevo de poder ordenado». Mucho me temo que a tal fin promoverán y/o aceptarán (ya lo ha manifestado Hilary Clinton para el caso egipcio) alguna que otra «vía moderada» en la que, por su puesto, habrá que colocar un gobierno de transición (los mencionados «hombres fuertes») y la celebración de elecciones previamente restringidas. Y a todo ello le pondrán la etiqueta de democracia. De ese gobierno transición es seguro que estarán excluidos los sectores críticos y alternativos (laicos y opositores radicales, movimientos islamistas, izquierda alternativa,...). Del mismo modo que es probable que a éstos se les prohíba presentarse a las elecciones. Si no es así y logran un amplio apoyo electoral, también tenemos ejemplos del proceder habitual. Argelia y la «suspensión de las elecciones ante el triunfo islamista. Hamas y su triunfo electoral en Palestina. Honduras y un golpe de Estado que defenestra un poder democráticamente elegido y que es rápidamente reconocido. Entretanto las esperanzas de progreso y libertad de millones de personas serán nuevamente defraudadas. Luego vendrán una vez más con el cuento del ascenso del islamismo (que por el momento no parece tener mayor presencia en estos movimientos). Dirán también que los países árabes no están preparados para la democracia, cuando en realidad la han mutilado y convertido en mera «democracia de fachada». En fin, lo que las élites -internas y externas- no han hecho hasta ahora desde luego no lo harán en adelante. Habrá que confiar pues en
que estos movimientos persistan y resistan las maniobras a las que ya están siendo sometidos, en que logren forzar -desde dentro y por sí mismos- reformas de hondo calado. En ellos, y no en las viejas o nuevas élites está la esperanza de que ese despertar no vuelva a convertirse en un nuevo letargo. Y en ellas está la posibilidad de que ese deseo de pan y libertad se extienda por otros territorios (Yemen, Jordania, Argelia, Marruecos,...).
Roberto Rodríguez Guerra
Profesor de Filosofía Moral y Política
Universidad de La Laguna