lunes, 15 de marzo de 2010

Opinión. Una bocanada de aire fresco. Roberto Rodríguez Guerra


Vi y escuché con interés y agrado la intervención de Antonio Morales, alcalde de Agüimes, en el último programa "59 segundos" de TVE. Debo decir que las intervenciones de Antonio -permítanme que lo tutee, pues entre otras cosas me une a él una larga relación familiar y de amistad- me parecieron una bocanada de aire fresco en el enrarecido y empobrecido panorama de la vida política canaria.

Fueron muchos y diversos los temas sugeridos (energías alternativas, el modelo económico y social canario, la privatización de los servicios públicos, ineficacia, dejadez e inoperancia del gobierno autonómico,...) pero poco el tiempo para debatirlos. Después de todo, el modelo de "59 segundos" es interesante para ciertos políticos que poco tienen que decir y cuyas respuestas se remiten una conocida y anodina serie de lugares comunes o se limitan a la «larga cambiada» sin mayor contenido. Pero también para algunos periodistas que no tienen otro propósito que mostrar sus propias filiaciones ideológicas y servir de voceros de sus respectivos entramados político-empresariales. Pero no lo es tanto cuando se pretende dar una respuesta argumentada y con sentido, con propuestas de fondo. A mi modo de ver éste fue el caso de Antonio, quien pese a las limitaciones derivadas del citado formato televisivo al menos tuvo el acierto de poner sobre la mesa la imperiosa necesidad de dar soluciones de futuro a algunos de los más acuciantes problemas que afronta Canarias en la actualidad. Sus indicaciones sobre los temas acerca de los que fue cuestionado, pese a su brevedad, ofrecen un revelador e inquietante panorama en torno a algunos de esos problemas. Pero sobre todas ellas hubo una que me pareció de especial relevancia. En distintos momentos de la entrevista dos de los periodistas allí presentes le preguntaron si (más bien le acusaron de) formaba parte de la «colación del no a todo». Antonio dio por respuesta una decidida defensa de la opinión pública y la sociedad civil, del decisivo papel crítico y constructivo que la una y la otra juegan en todo sistema democrático y, por supuesto, en Canarias.
Ciertamente, resulta sorprendente que en una sociedad mínimamente democrática se ponga en cuestión el papel de la sociedad civil y la opinión pública. Olvidan o ignoran con ello que, entre otras muchas instituciones como una Constitución y un poder judicial verdaderamente independiente, tanto el principio de competencia entre partidos y/o representantes electos como el principio de un espacio público autónomo, de una esfera pública libre -de la que los medios de comunicación son una parte importante- en la que acaecen muy diversos procesos de formación de la opinión y voluntad políticas, son elementos básicos e ineludibles de toda sociedad democrática y especialmente de la democracia tan poco representativa en que vivimos. Pero este olvido es aún más preocupante cuando viene de la mano de «periodistas». Alguno de ellos llegó a afirmar, con tono un tanto expeditivo, que para tomar decisiones ya elegimos a representantes y que, por tanto, la sociedad civil y la opinión pública poco menos que deberían callar y asumir lo que deciden los políticos elegidos al efecto. En nada se alejaban de aquellos elitistas que con tanta insistencia han demandado una y otra vez que los ciudadanos, más que intentar «gobernar desde la barrera» o influir sobre el gobierno, deben evitar cualquier intromisión en la toma de decisiones políticas, esto es, aceptar que una vez elegidos los representantes es a ellos -y únicamente ellos- a quienes corresponde la acción política. La democracia sería así -por decirlo con Schumpeter- «el gobierno del político», de la «clase política» y, en última instancia, del líder o «caudillo» que ha conseguido el mayor número de votos. Los ciudadanos serían, a su vez, una muchedumbre, masa o multitud pasiva a la que se le exige que vote cada cierto tiempo y que, en el ínterin, se comporte de modo deferente -y hasta reverente- para con esa clase política. Claro que estos periodistas, que de forma tan legítima como cotidiana emiten opiniones que publican y convierten en públicas, que de modo igualmente legítimo reivindican para sí la libertad de opinión, expresión y prensa, parece que les sienta mal, que les incomoda y les disgusta que la ciudadanía exprese a través de múltiples formas e instrumentos su igualmente legítima opinión sobre todos aquellos asuntos que son de su interés, por más que a veces sean contrarios al interés de otros. Una incomodidad y disgusto que, por cierto, estos concretos periodistas parecen compartir con muchos otros políticos, algunos de ellos considerados como insignes representantes del progresismo y del conservadurismo en Canarias. Pero tales despropósitos no son más que una nueva expresión de una campaña de descalificación sumaria de las protestas ciudadanas frente a determinados proyectos empresariales. Y a tales efectos la expresión «la coalición del no a todo» se ha convertido en el eslogan publicitario de dicha campaña. El mismo Antonio ya ha hecho referencia a ella en alguno de sus frecuentes artículos de opinión. Por mi parte creo que ese «no» tiene tanto un contenido negativo como otro positivo, pues ha ocurrido que junto a la crítica y rechazo de algunos proyectos político-empresariales se han formulado otros proyectos sociales alternativos. En todo caso, esa inexistente «coalición» -el término «coalición» lo usan sus promotores en un sentido peyorativo para tratar de dar cuenta de una supuesta «unión de intereses ocultos e inconfesables», cosa que por cierto no ocurre cuando se alude a otras «coaliciones»- viene a tener por realidad una pluralidad de iniciativas ciudadanas que si, por una parte, parecen responder a un rechazo de la progresiva y alarmante identidad entre intereses empresariales y decisiones políticas con el consiguiente deterioro o abandono del interés público, por otra, defiende de modo ciertamente impreciso, plural y, a veces, hasta contradictorio un modelo económico, político y social alternativo, más justo, sostenible y democrático participativo. No obstante, respecto del mencionado entramado político-empresarial cabe decir que, pese a la sempiterna y cínica solicitud de más iniciativa y gestión privadas que no oculta sus alabanzas por un modelo económico ultraliberal (modelo que alguno de los periodistas allí presentes alabó sin el menor rubor, hasta el punto de sugerir la privatización de la educación y la sanidad), ya nadie, ni siquiera los liberales más serios, cree hoy día en la viabilidad de dicho modelo económico. La misma crisis actual ha dejado bien claro la necesidad de diversas formas y grados de regulación y control público. Pero, de modo especial en Canarias por las particularidades de su modelo económico, aquella fusión/confusión entre economía y política remite a la doble cara de una misma moneda. Asistimos así, por un lado, a la consolidación no de un modelo económico basado en la libre iniciativa empresarial, en la aventura y el riesgo individual sino, por el contrario, a una suerte de «capitalismo predatorio» (Weber), anclado en la política, cuyo éxito y ganancias depende de ella, de las subvenciones, oportunidades y proyectos que ésta le ofrece. Es más, son esos mismos «predadores del erario público», los que frecuentemente sugieren, promueven y hasta imponen buena parte de esos proyectos a los que, valiéndose de su cercanía al (e influencia sobre el) poder, acceden luego con notoria facilidad. Pero, por otro lado, nos enfrentamos también a una clase política -tan enredada como siempre en su sempiternas trifulcas internas de lucha por el poder- que, dadas las características de la lucha y competencia política de la democracia electoral en que vivimos, depende cada vez más de la financiación privada y empresarial de los partidos. De ahí, entre otras cosas, que los problemas de la corrupción estén -como de sobra sabemos en Canarias y como Antonio también señaló- a la orden del día, sin que por lo demás nadie asuma ninguna responsabilidad política al efecto, ni proponga medidas efectivas para evitar tal fenómeno y, en fin, sin que nadie pida las más mínimas disculpas. No obstante, en ese entramado político-empresarial falta una tercera e importante pata: los medios de comunicación y su capacidad para influir sobre la conciencia ciudadana. Acaso esto explique las sugerencias de los periodistas citados, pero podrían explicarse -cómo ignorarlo- por los conocidos intereses empresariales que esos mismos medios de comunicación tienen en muchos de esos proyectos hacia los que una significativa parte de la ciudadanía muestra su rechazo. Una realidad tal no ha hecho más que agudizar tanto la creciente y justificada desconfianza ciudadana hacia los políticos y la clase política cuanto su crítica de los partidos políticos. Pero también ha agudizado su demanda de otros cauces de participación política mediante los cuales no pretende -digámoslo con términos clásicos- «tomar el poder». Tan sólo persigue descubrir, elaborar y trasladar problemas a la opinión pública y, de esta manera, conformar una cierta voluntad colectiva que ejerza influencia sobre la toma de decisiones políticas. De la importancia de estas demandas parece ser consciente ya buena parte de la clase política, que está dedicando alguna atención -con poco éxito y habitualmente con intención de «encauzarla» y «domesticarla» más que de promoverla- al establecimiento de nuevas formas de participación política ciudadana. Es también por todo esto por lo que la postura de Antonio Morales, su decidida defensa de la sociedad civil y la opinión pública, su reconocimiento del importante papel democrático de las múltiples asociaciones, colectivos, grupos o plataformas cívicas resulta sin duda una bocanada de aire fresco y un recurso inestimable en democracia. Y no sólo para la solución que se le dé a éste o aquel problema, sino para el presente y futuro de la propia democracia.
Roberto Rodríguez Guerra
Profesor de Filosofía Moral y Política
Universidad de La Laguna