martes, 9 de febrero de 2010
Opinión. Historia de una remota isla de la Polinesia llamada Tiavea. Juanjo Triana
Erase una vez una remota isla de la Polinesia llamada Tiavea que había tenido muy poco contacto con la civilización. Sus habitantes vivían de forma austera pero digna de lo que producía su isla: cultivaban mandioca, ñame, taro, cocoteros, millo y judias, criaban cochinos, cazaban en los bosques de la isla y pescaban en el mar. Mediante complicados rituales habían implantado un estricto control poblacional y regulado el uso que hacían de sus limitados recursos.
Un día llegó a la isla un papalagi (hombre blanco) y les propuso a los indígenas comprarles cabañas, pagándoles con esos papelitos de colores que tienen impresa la efigie del gran jefe papalagi llamados “dinero”. Al principio la iniciativa no tuvo mucho éxito porque los indígenas de Tiavea siempre habían comerciado mediante el trueque y desconocían el dinero, pero cuando el papalagi les explicó que esos papelitos tenían la firma y la garantía de su gran jefe, y que eso significaba que fuera de su isla podían intercambiarlos por toda clase de mercancías, algunos aceptaron. Los más hábiles en la construcción de cabañas le vendieron varias al papalagi, y con los papelitos de colores que éste les dio compraron fuera de la isla mandioca, ñame, cochinos y pescado en grandes cantidades, hicieron fiestas fastuosas y se convirtieron en los más ricos y respetados de la isla. La cantidad de papelitos que daba el papalagi por las cabañas era cada vez mayor, por lo que finalmente gran parte de la población abandonó el cultivo de la mandioca y del ñame, la cría de cochinos y la pesca y se dedicó en exclusiva a construir cabañas. Muchos indígenas de otras islas de la Polinesia emigraron a Tiavea para dedicarse a construir cabañas, la población creció mucho, y fueron talados casi todos los bosques de la isla para obtener madera para la construcción. El jefe de la tribu no le puso ningún impedimento a esta repentina explosión de prosperidad y él mismo se convirtió en un gran propietario de papelitos de colores. Algunos papalagis venían a Tiavea para pasar largas estancias en las cabañas, pero la cantidad que había sido construida excedía en mucho a la necesaria para su alojamiento.
No todos en la isla estaban de acuerdo. Algunos aún recordaban las enseñanzas de su ilustre paisano Tuiavii, quien había vivido en la tierra de los papalagis y había alertado de lo nefasto de su forma de vida, pero eran minoría y no eran admitidos en el consejo de ancianos ni su opinión tenida en cuenta por el jefe de la tribu. Se les llegó a conocer con el mote de “los del no a todo”. La única forma que tuvieron de poner algún freno a la construcción de cabañas y a la tala de bosques fue hacer valer ciertos tabúes que protegían a algunas zonas de la isla por ser morada de los espíritus de los antepasados.
(Las enseñanzas de Tuiavii fueron recogidas y traducidas por su amigo el papalagi Erich Scheurmann y publicadas en 1929 bajo el título “Discursos de Tuiavii de Tiavea, jefe samoano”. Pueden descargarse gratuitamente en el siguiente enlace)
http://www.sisabianovenia.com/LoLeido/Ficcion/Papalagis.htm
Cuando ya no quedó madera en la isla para construir más cabañas el papalagi que compraba cabañas se ausentó de Tiavea por unas pocas semanas dejando al frente de su negocio (se llamaba “inmobiliaria”) a un encargado, con instrucciones hasta que él regresara de comprar toda nueva cabaña por 10.000 papelitos de colores. Era un precio altísimo, pero los indígenas de Tiavea no tenían medios para construir más, y todas las cabañas de la isla ya estaban en manos del papalagi. Un día el encargado les dijo: “El negocio inmobiliario está en alza, el precio de la vivienda nunca baja, mi jefe tiene intención cuando vuelva de seguir comprando cabañas, pero al precio de 20.000 papelitos cada una. Podemos hacer un trato que nos beneficiará a todos: yo les vendo a ustedes las cabañas al precio de 12.000 papelitos cada una, y ustedes se las podrán vender luego a mi jefe cuando regrese a 20.000.”.
Los nativos reunieron todos los papelitos que habían ahorrado e incluso vendieron sus reservas de comida y animales, y le compraron las cabañas al encargado al precio de 12.000. Este se ausentó de la isla y nunca más se los volvió a ver por Tiavea, ni a él ni a su jefe. Los nativos se quedaron sin papelitos, sin comida, sin animales, sin bosques ni madera, con su isla llena de cabañas, pero sin nadie que las pudiera comprar. Muchos se preguntaban cómo era posible que de una isla en la que no se conocía el dinero hubiera podido un papalagi sacar tanto. Los seguidores de las enseñanzas de Tuiavii decían que todo había sido un timo, pero ni siquiera ellos comprendían del todo bien los misterios de la economía financiera.
El jefe de la tribu se reunió con el consejo de ancianos y discutieron cómo solucionar esta situación. El consejo de ancianos no era monolítico; tenía tres facciones enfrentadas entre sí por rencillas personales, pero siempre estaban de acuerdo cuando se trataba de defender los intereses de los constructores de cabañas. Finalmente llegaron a la conclusión de que la economía de Tiavea se relanzaría si se continuaba construyendo cabañas, pero era necesario derogar los tabúes que pesaban sobre las moradas de los espíritus de los antepasados (a esta decisión la llamaron “medidas urgentes” y también “descatalogación”). Así mismo decidieron construir un puerto, un aeropuerto y carreteras que rodearan la isla, pues de esa forma volverían los papalagis con más papelitos. Como no tenían papelitos de colores para comprar los materiales necesarios se los exigieron al gran jefe papalagi, quien se comprometió a financiar esas obras en lo que se conoció como el “plan Tiavea”.
No obstante algunos constructores de cabañas cuchichean en voz baja que incluso la capacidad del gran jefe papalagi para imprimir papelitos de colores sin que su crédito se vea mermado es limitada, y que la excesiva cantidad de papelitos que debe devolver puede conducirle a una extraña situación llamada “bancarrota”.