sábado, 26 de diciembre de 2009

Opinión. De compras … con el marido. Paco Déniz.


Rodeados de mercachifles como estamos, es lógico que la madre de todas las políticas municipales sea para los comerciantes. Favorecer el comercio local por parte de los gestores municipales se ha convertido en el eje central de sus acciones, sobre todo cuando se aproximan estas fechas. Se engalanan las calles, se llenan de músicos, las monjas y los curas sacan a toda su militancia a anunciar la buena nueva, se peatonalizan los baches, se iluminan las fachadas y se incita a deteriorar el monedero y las tarjetas de crédito. Es el engodo perfecto para consumidores compulsivos y, realmente, resulta difícil sustraerse a entrar en las tiendas

Tal es así que todavía quedan restos de la noche blanca en Aguere. Resistirse a comprar en estas fechas es tan difícil como resistirse a los encantos de la piba de la propaganda, prácticamente imposible. Pero de entre todas las personas que llevan una verdadera vida alternativa al consumismo destaca sobre manera el marido de la señora. Muy por encima de los hippies, que a la primera de cambio te montan un puestito. El marido es el verdadero héroe del anticapitalismo navideño. Él, a lo más que llega es a la puerta del comercio. Espera fumando un cigarro o atisba un bareto cercano en el que poder aliviarse de tanta presión consumista. Con tal de no entrar en la tienda es capaz hasta de leerse el periódico. No entiende tanta ansiedad, tanta prisa, ni tanta pérdida de tiempo. Tampoco entiende las claves mercantiles, ni porqué su señora y todas las demás cogen las prendas y las dejan botadas. Está fuera de juego mirando a las dependientas como si fueran las azafatas del primer avión en el que se subió. Lleva las manos al bolsillo y comienza a tener calor. Está alienado, su ser depende de una fuerza externa que no imagina. Está ansioso por volver a su entorno, pero tiene miedo de decirle algo a su mujer por si acaso le planta un machango y se amula. Eso es lo peor, el amulamiento de su mujer. Preferible una bronca seca. Aguantaré, se dice a sí mismo, pero no muy convencido. Las escaleras automáticas siguen siendo un misterio y flipa pensando en el final del trayecto.
Pero el marido ha sido muy criticado. Lo han puesto a parir. Como si fuera un animalito del señor, el último maúro que llegó a la ciudad. Incluso le han aconsejado que salga de compras con su mujer en plan terapia familiar, para compartir el frenesí de la calle mayor. Pero ¡que va! él prefiere compartir una cuartita de vino y una carnita fiesta. El marido es poco exigente, por reyes sólo espera unos calcetines y unos calzoncillos, y la única marca que conoce es adidas. Le da igual un cocodrilo que un perenquén y la temporada buena fue cuando la Unión Deportiva Las Palmas quedo subcampeona de liga. Desde entonces anda fuera de temporada. Sus traumas son de otra índole. El paro y la humilde jubilación se le tira al estómago y lo descompone con facilidad. Las andanzas de sus hijos por el corredor de la depresión también lo ponen nervioso. Pero él cree que todo se arregla con una cuartita de vino y un amor sincero aunque indemostrable. Ellos son mis líderes. Desde antes del verano, y exceptuando comida, libros y vasitos de vino, no he comprado ni un botón de muestra. Y me siento seguro, mi vida ha cambiado. Mi determinación es firme: acabar con el crecimiento insostenible del ropero y la zapatera. Siguiendo las enseñanzas del nuevo sujeto revolucionario anticonsumista: el marido remolón para las compras, sólo compraré un baifo y una garrafa de vino para estas navidades. Será difícil no picar en el engodo del lobby comercial, pero lucharemos hasta el final.